En la Plaza Elíptica de Madrid, todos los días, decenas de jornaleros urbanos sin papeles intentan conseguir unas horas de trabajo por unos pocos euros
Jaime espera apoyado en una de las barandillas de metal que separan el asfalto de la acera. Abrigo rojo, capucha en la cabeza y mascarilla negra: se frota las manos y mueve las piernas. Una furgoneta blanca se para frente al grupo, en plena rotonda, apartándose un poco del tráfico de tres carriles que circundan la Plaza Elíptica: “¿Algún operario de grúa?”. Uno de los de la parte de atrás del grupo grita “¡yo!” y, a empujones, se abre paso entre la multitud hasta subirse en el asiento del copiloto. La furgoneta arranca y acelera; el motor suena como un sapo pisoteado. Jaime mira su reloj: está empezando a impacientarse.
Madrid. Barrio de Carabanchel, Plaza Elíptica. Seis de la mañana. Dos grados bajo cero a dos de febrero de dos mil veintidós. El cielo está todavía completamente negro; la única luz que alumbra la calle es la que emiten las farolas. Los edificios de la zona son tristes y grandes, con la pintura original de tonos pastel ennegrecida por la contaminación de aquella gigantesca glorieta que empuja a Madrid contra la A-42.
Hacia la estación de Plaza Elíptica, que realiza a la vez las funciones de intercambiador de autobuses y parada de metro, caminan los pies más madrugadores del barrio. Las amplias zonas verdes de la plaza se ven insuficientes ante la cantidad de coches que, con sus pitidos y tubos de escape, hacen la rotonda.
En un espacioso tramo de acera que separa la avenida de Oporto de la calle de la Vía, Jaime se cruje los nudillos. Se ha quitado los guantes para mirar el móvil: su pantalla dice que van a ser las seis y cinco de la mañana. La capucha de su chaqueta deja entrever su pelo corto y blanco, que contrasta con los rasgos morenos de su cara.
Es colombiano. “De un pueblito muy cerca de Cali, en el Cauca”. Su voz grave se entremezcla con el vaho que le sale de los huecos laterales de la mascarilla negra. Jaime tiene cuarenta y siete años y lleva en España menos de una semana: “Aterricé en Madrid el sábado por la mañana. Íbamos a ir a Bilbao, que tengo un amigo allí, pero nos recomendaron quedarnos aquí. Nos dijeron que en Madrid es donde mejor están las cosas”. Hoy es su primer día de trabajo. O eso va a intentar.
En Plaza Elíptica, todas las mañanas desde hace al menos dos décadas, se juntan decenas de hombres y mujeres sin papeles que intentan conseguir unas horas de trabajo. Son una especie de jornaleros urbanos que, todos los días del año, de lunes a sábado, esperan que algún capataz les dé algo de faena relacionada con la obra.
Todos los curros que les proponen son para el día. Doce horas, nada más. Sin contrato. De hecho, según manifiestan varios de los que están en la acera, solo buscan a gente sin papeles. “Si ven que eres español, no te cogen, eh”, advierte un hombre de unos treinta y cinco años que asegura vender auténtico café colombiano a un euro.
Los pistoleros reclutan a estos migrantes vulnerables a cambio de un pequeño jornal que no supera los veinte euros por nueve o diez horas de trabajo
Los empresarios que recurren a este tipo de mano de obra (casi) esclava son conocidos como pistoleros, en el argot de la calle. Los pistoleros, según las labores que tengan que hacer, reclutan a estos migrantes vulnerables a cambio de un pequeño jornal que, de acuerdo con las casi dos decenas de personas que esperan a que alguna furgoneta los recoja, no supera los veinte euros por nueve o diez horas de trabajo (“¡eso es si son amables!”, dice uno). En el caso de que alguno de estos trabajadores consiga faena los treinta y un días de un mes normal (esto es, sin descansar sábados ni domingos), recibiría un sueldo que apenas superaría los seiscientos euros.
Aunque la mayoría de los que esperan en el chaflán de Plaza Elíptica son obreros relacionados con la construcción, casi todos peones de obra o con pequeñas especializaciones –como Jaime, que es soldador–, otros aceptan cualquier cosa, sea legal o no, que los pistoleros les propongan. El presunto blanqueo de capitales es una de ellas.
Nashib es un senegalés de veintitrés años y casi metro noventa de altura que se esfuerza para que no le tiemblen las piernas. Lleva en España cuatro años, pero todavía no ha conseguido regularizar su situación. “Casi logro un trabajo de verdad en 2020, pero cuando iba a ser legal me dijeron que no podían darme los papeles por lo de la pandemia”. Nashib ahora “no quiere líos”, pero reconoce que más de una vez ha conseguido trabajos en esa misma plaza y a esa misma hora para “hombres que se dedican a vender droga”.
“Solo te piden tener un pasaporte. Te meten en una furgoneta y te llevan a los Western Union. Eso no es a esta hora, tan pronto”, dice, refiriéndose a que apenas son las siete de la mañana, “sino más tarde. Como a las diez. Te llevan a un sitio de esos para enviar dinero, yo los uso para mandar a Senegal, y te obligan a hacer una transferencia de mil euros con tu pasaporte. Siempre son mil euros. En el Western Union no te hacen preguntas. Les entregas el sobre y les das el pasaporte y ya está. Yo lo he hecho cinco veces. Tres a Colombia y dos a Honduras. Ya no lo hago porque me da miedo. No quiero ir a la cárcel ni que me echen de España”.
Aunque la mayoría de los que esperan en el chaflán de Plaza Elíptica son obreros relacionados con la construcción, otros aceptan cualquier cosa, sea legal o no
Cuando le pregunto a Nashib cuánto le pagaron por las cinco transferencias, deja escapar un bufido: “Me dijeron que cuarenta euros, pero me pagaron veinte por cada una. Todas las veces que fui me dijeron que los otros veinte se los quedaban por los costes del viaje. Por la gasolina y ir a buscarme y cosas así. Son unos ladrones”.
A pesar de que hay pistoleros que recurren a los inmigrantes sin papeles para realizar estas actividades, que podrían consistir en un presunto blanqueo de capitales, la mayoría de los jornaleros deciden evitar problemas y rechazar estos trabajos, aceptando solo los que tengan que ver con la construcción u otros negocios “legales”, como la recogida de aceituna en los campos del Norte de Toledo durante el mes de diciembre.
Cuando el reloj está a punto de marcar las siete y cuarto y el cielo empieza a abrirse, dejando que los primeros rayos de sol se mezclen con las nubes y tiñan el cielo de color grisáceo, una furgoneta blanca con matrícula acabada en HCB se para frente a las barandillas del chaflán: es la primera del día. De ella se baja un hombre de mediana edad, alrededor del que se arremolinan casi una treintena de personas. El hombre, con voz áspera y tosca y cara de pocos amigos, busca un pintor. “Son tres días de trabajo”, asegura, sin dar más datos, ni siquiera lo que van a pagar.
De repente, la camaradería se esfuma entre los jornaleros; todos hacen fuerza y se empujan para ser los primeros en subirse al coche. Lo logra un chico de unos veintipocos años y rasgos latinoamericanos. La furgoneta arranca y las caras largas se multiplican entre los que no han conseguido el trabajo. Aun así, todavía tienen esperanzas, el día es muy largo y no ha hecho más que empezar.
Sin embargo, el optimismo dura poco, pues a los pocos minutos llega una patrulla de la Policía Nacional de la que se bajan dos agentes –ninguno de ellos quiere hacer declaraciones a CTXT. La mayoría de los jornaleros se dispersan por las calles aledañas, pero algunos se meten en la cafetería Yakarta, punto neurálgico situado en el centro del chaflán de Plaza Elíptica.
“Yo tengo visado de turista y puedo decir que estoy conociendo el barrio, pero imagino que estos estarán acojonados porque no tienen papeles”, asegura Jaime, el soldador colombiano, en el interior de la cafetería. Dentro se escucha el tintineo de los platos; fuera, la patrulla de la Policía no realiza ninguna identificación, pero sí se pasea intimidatoriamente por la zona.
Cuando se van, todos salen del Yakarta y vuelven a sus posiciones habituales. Jaime se da palmaditas en las manos para entrar en calor; Nashib hace lo propio golpeando el suelo con las punteras de sus deportivas. A su alrededor, hay al menos unas cuarenta personas igual o más impacientados que ellos. Solo hay una mujer, que prefiere no hablar.
A las ocho de la mañana, el tráfico de pistoleros se vuelve constante. Cada pocos minutos, una nueva furgoneta aparca frente al chaflán, y provoca un nuevo remolino de jornaleros que quieren ser los primeros en saltar la baranda metálica. Alguno de ellos, incluso, sale corriendo detrás de los coches, en un último intento de conseguir unos euros que llevar a su casa o enviar a su país.
Aunque no paran de llegar furgonetas, no hay trabajo para todos. A las nueve de la mañana, Jaime está ya desesperado. Tiene los ojos caídos y no para de mirar de forma compulsiva la pantalla de su móvil. “Si ya ni encuentro trabajo aquí…”.
En noviembre de 2021, la Brigada de Extranjería del CNP, junto a agentes de Inspección de Trabajo, realizaron una redada en el chaflán de la cafetería Yakarta con la que aseguraron haber acabado con este tipo de prácticas, pero no es así. A día de hoy, decenas de jornaleros sin papeles siguen luchando para que un pistolero los recoja y los explote, con mucha suerte, por veinte euros.
A las diez de la mañana, ni Jaime ni Nashib han conseguido trabajo.
Fuente y Foto: Israel Merino en ctxt.es