Conocimiento compartido para no dejar a nadie atrás

Es imprescindible transformar el actual sistema de gestión y comunicación de los saberes en la universidad. Hay que apostar por un modelo que permita la reutilización, redistribución y reproducción de los datos y resultados académicos

Dicen que solo se aprecia algo cuando ya no se tiene. Algo parecido le ha pasado al sistema educativo a raíz de la crisis generada por la covid-19. Los cierres masivos en todo el mundo de las instalaciones escolares y universitarias han evidenciado dos verdades: su importancia para la sociedad y las debilidades estructurales que lleva acarreando desde hace años. La educación se vuelve a considerar estos días, más que como mera proveedora de formación, como un ecosistema que nos interconecta a todos.

En este cambio de mirada, consecuencia de la crisis, la educación superior no ha sido una excepción. Los resultados académicos para entender el coronavirus SARS-CoV-2 y frenar la pandemia han ocupado un espacio relevante a la vez que inusual en conversaciones, redes sociales y telediarios. Y mientras muchos laboratorios han seguido trabajando sin descanso, las universidades también se han adaptado a una docencia en remoto para no dejar sin clases a más de millón y medio de estudiantes en nuestro país. Y, sin embargo, a pesar de todo ello, la educación superior como ecosistema particular, o como parte de otro incluso más rico, queda prácticamente fuera de la reflexión en los debates públicos.

El momento que estamos viviendo es una oportunidad excelente para que las universidades reajustemos nuestra posición en el nuevo contrato social

Seguramente es debido, en parte, a que desde las universidades nos seguimos ocupando más del qué que del para qué. Son numerosas las críticas (fundamentalmente externas) a las universidades como instituciones endogámicas que contemplan el mundo desde sus torres de marfil y apenas hay voces (normalmente internas) que reivindican el papel de la universidad como agente de cambio individual y colectivo.

Curiosamente, quien nos había devuelto esa mirada transformadora de la academia años antes de la covid-19 había sido la ONU. Lo hizo a través de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, su última agenda política global lanzada en 2015. La Agenda 2030, que señala los grandes retos a los que nos enfrentamos como personas, comunidades y planeta, marca un nuevo terreno de juego desde el que abordarlos. Un terreno de juego que busca la complicidad de multitud de actores, más allá de gobiernos y administraciones públicas. Un terreno de juego donde el conocimiento es clave para encontrar las soluciones más adecuadas a cada contexto y en cada ámbito, como se está demostrando en esta crisis desencadenada por la pandemia. Y si con algo trabajamos en las universidades es con conocimiento: el que generamos gracias a la investigación, el que compartimos con nuestro estudiantado, el que intercambiamos con otros actores de la sociedad. Por eso mismo, el momento que estamos viviendo es una oportunidad excelente para que las universidades reajustemos nuestra posición en el nuevo contrato social que ya planteaba la Agenda 2030 y que la covid-19 hace ahora inaplazable. Y este reajuste debe ser radical.

Por un lado, la necesidad de generar nuevo conocimiento para abordar la emergencia climática o poner fin a epidemias va de la mano de que este sea accesible a todos. Solo si las investigaciones se encuentran disponibles para todos los actores en todos los lugares del planeta será factible que el conocimiento se transforme en las soluciones que necesitamos. Sin duda, esta ha sido una de las lecciones de la crisis de la covid-19 durante la que se está compartiendo, a ritmo frenético, gran parte de los resultados científicos producidos en los laboratorios de todo el mundo. Sin embargo, aún hoy la gran mayoría del resto del conocimiento académico está solo disponible previo pago. Es imprescindible transformar el actual sistema de comunicación académica, más propio del siglo XIX, y apuntalar la transición hacia una Ciencia Abierta, el movimiento global que entre sus reivindicaciones apuesta por un sistema que permita la reutilización, redistribución y reproducción de los datos y resultados académicos. Se hace necesario un conocimiento abierto que permee en todas las direcciones, también desde y hacia actores no académicos, que convierta a nuestras universidades en instituciones más porosas y más cívicas, promotoras de mejoras en el día a día de la gente y su entorno.

Solo si las investigaciones se encuentran disponibles para todos los actores en todos los lugares del planeta será factible que el conocimiento se transforme en las soluciones que necesitamos

Además, la Agenda 2030 es la primera agenda política internacional que reivindica el acceso igualitario a una educación superior de calidad. Las precedentes apostaban por reforzar la educación infantil y primaria y, en ocasiones, la secundaria. Que una educación terciaria de calidad para todos sea una meta específica significa entender que el paso por la universidad es una pieza importante en la construcción de una ciudadanía global. También significa que más que un paso se trata de un camino, de un aprendizaje a lo largo de la vida que acompañe a las personas en su trayectoria vital y profesional en un mundo cambiante y acelerado. Así pues, la educación superior ha de plantearse cómo puede atender estas necesidades de manera más eficiente, sin olvidarse de conseguir ser mucho más equitativa. En este último punto también queda mucho por hacer: aún hoy las diferencias en los perfiles de estudiantes que ingresan a la universidad y la abandonan antes de tiempo están estrechamente ligadas a las desigualdades sociales de sus familias (básicamente relacionadas con el nivel de formación y la ocupación de sus progenitores) como indica el informe Via Universitària (2017-2019) de la Xarxa Vives d’Universitats.

Para ello, nuestro sistema universitario debe aprovechar todas las herramientas a su alcance, incluidas las tecnologías. La transformación digital de cualquier organización no se hace de la noche a la mañana ni puede improvisarse, pero tampoco tiene sentido permanecer en un debate basado en la falsa dicotomía entre la formación presencial y la virtual, “como si fueran los lados de un espejo” en palabras del profesor Rodríguez de las Heras. Ambas son complementarias ya hoy y lo serán aún más en este nuevo escenario que tenemos delante.

Por si todo esto fuera poco, este reajuste también debe hacer que nos miremos al espejo. Como universidades debemos aspirar a la coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos. Debemos dar ejemplo. Un ejemplo que empieza en nuestra manera de hacer con la comunidad universitaria. Necesitamos unas instituciones que apuesten por unas políticas realmente transformadoras, que no se queden en las etiquetas, que hagan de nuestros campus espacios mejores para la convivencia. Y aquí también queda mucho por hacer. Son varios los ámbitos de acción, pero destacaré dos: la brecha de género y la emergencia climática.

Por lo que respecta a la igualdad de género, no solo está lejos de ser alcanzada, sino que la situación originada por la pandemia está ahondando más si cabe en esta desigualdad. Son urgentes acciones que corrijan las deficiencias sistémicas que hacen que nos perdamos una gran parte del talento femenino. Unas deficiencias estructurales que no se corrigen simplemente incrementando el número de profesoras e investigadoras, como desmontan Barabási y colaboradores en un reciente artículo publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), tras estudiar la carrera de más de 7,8 millones de investigadores de todo el mundo.

Y en cuanto a la acción por el clima, tampoco podemos quedarnos en la generación y transferencia de conocimiento. Debemos aplicar ese conocimiento internamente y contribuir también con hechos a frenar el incremento de la temperatura de la Tierra. Un calentamiento que volvió a batir un nuevo récord el pasado mes de mayo respecto a los últimos 40 años, según el Copernicus Climate Change Service. Por suerte, el activismo de jóvenes de todo el mundo, de nuestro estudiantado, en movilizaciones como las del 8-M o en iniciativas como el Fridays for future, nos recuerdan que ni podemos olvidarlos ni olvidar ser ejemplares.

Así pues, apostemos desde las universidades por trabajar para enriquecer ese ecosistema educativo y comunitario del que formamos parte, democratizando el conocimiento y participando en las soluciones a los grandes retos locales y globales. Comprometámonos a ser agentes de cambio individual y comunitario con un posicionamiento que tenga como eje transversal otro de los objetivos de la Agenda 2030: la reducción de las desigualdades. Si queremos ser parte activa de unas sociedades más justas y equitativas, hagamos que la igualdad sea un elemento definitorio de nuestras comunidades. Porque, como nos recuerdan Wilkinson y Pickett, “la igualdad es fundamental para la calidad de las relaciones sociales a gran escala”, favoreciendo a alcanzar el bienestar psicosocial de toda la población y la sostenibilidad ecológica. Tomemos como principio el leitmotiv de la Agenda 2030: no dejemos a nadie atrás.
Fuente: Pastora Martínez Samper en ctxt.es
Foto: CARLOS REUSSER MONSALVEZ / FLICKR

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