Las rapadas

Publicamos un extracto de la guía didáctida ‘Las rapadas’, de la colección Hacer Memoria, editada por el Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática

lasrapadas

Las autoras son María Rosón, Ana Pol, Maite Garbayo-Maeztu, Rocío Lanchares Bardají y Lucas Platero.

La práctica del rapado del cabello ha estado ligada a castigos, institucionalización, etapas de cambio y rituales de purificación. El rapado tiene que ver fundamentalmente con la noción de limpieza, pero también con un cambio vital o una transformación identitaria, que se hace visible. Las medidas higienizantes y de uniformización han sido bien recibidas en todos aquellos lugares que practicaban formas de control corporal. Por ello son clave en instituciones religiosas y militares, asilos, hospicios, cárceles, y ante grupos de población de corporalidades disidentes. Una disidencia que puede encarnarse en el aspecto, el movimiento, la conducta, la productividad o la reproductividad, afectando a personas sin hogar, nómadas, prostitutas y chaperos, brujas, herejes o personas neurodiversas o con diversidades funcionales. En el proceso de sumisión de la persona al régimen de vida de la institución se hacía uso del rapado. Esta práctica formaba parte de una dimensión represora que se visibilizaba y ritualizaba a través de los cuerpos y su performatividad.

Tanto las cuestiones higiénicas, como la idea de proveer a la persona rapada de una nueva identidad suelen ir de la mano. Así esta limpieza, de gérmenes y también de “comportamientos”, se asociará a su vez con una limpieza del pasado, y de alguna manera, con su borrado.

El rapado y otras intervenciones más o menos radicales sobre el cabello, como el teñido de colores llamativos, el estilo mohicano, mullet o garçon, cardados, tupés o la visibilidad del cabello afro también se usan entre grupos sociales que muestran su desacuerdo con las formas, dogmas o valores hegemónicos. Sirven para exhibir el pelo con orgullo, como hacía la cantante y activista irlandesa Sidnéad O’Connor. Esta artista mostraba la cabeza rapada en conciertos y eventos en los que promovía los derechos de las mujeres, al tiempo que denunciaba los abusos contra los niños y el papel de la iglesia en los mismos.

Este es también el caso de muchas personas que encarnan la disidencia sexual y de género, ideas políticas transformadoras, o que pertenecen a movimientos contraculturales o subculturales, que encuentran en esta forma de mostrarse una posibilidad de desestabilizar sistemas identitarios normativos y uniformadores. Por este motivo, para muchas personas, ha sido muy significativo su primer corte radical de pelo, en la medida que supone encarnar otras identidades de manera más visible.

El rapado de las mujeres republicanas, que tiene lugar durante la guerra civil y el principio de la dictadura, tiene antecedentes de diferente signo político. Por una parte, los grupos fascistas italianos y de extrema derecha en la Alemania de los años veinte usaron este castigo; pero también se usó bajo otra posición política en Francia tras la ocupación alemana de 1918 y luego tras la de 1944. En estos dos casos se rapaba a las mujeres francesas que habían mantenido relaciones con ocupantes alemanes. El rapado fue ahí una forma de castigo, de revancha y señalamiento que se aplicó sobre las mujeres como chivos expiatorios. Y aunque la encontremos a menudo en el fascismo e ideas de extrema derecha, es fundamentalmente una forma de violencia patriarcal y, por eso, se extiende a muchos otros contextos e ideologías.

En España, la práctica del rapado sí fue un método fascista, identificado por la población como tal. Pese a que no estaba reglada, tampoco fue una acción espontánea, sino que se aplicó de modo bastante uniforme por todo el territorio. A diferencia de las mujeres francesas, que se castigan al asociarse con el “otro” extranjero y enemigo, en España el señalamiento tiene que ver con la ideología. De manera que serán el marxismo y las afinidades con la república las que, en el imaginario construido por los militares que perpetraron el golpe de estado y los grupos falangistas (fascistas), contaminen los cuerpos.

En la visión golpista, las mujeres republicanas necesitaban ser purgadas del “gen marxista” que corría por su sangre. Este gen fue una invención del psiquiatra Antonio Vallejo-Nájera, cuyas ideas racistas y eugenésicas conformaron la ideología y los imaginarios de las élites franquistas, que se siguieron propagando tras la guerra. Algo que se puede leer en la guía de esta misma colección dedicada a este médico-militar.

La violencia específica que ejercía el rapado actuaba tratando de eliminar los cambios sociales y culturales llevados a cabo por la República y estaba orientada hacia un proyecto futuro que estableciera una vuelta “al orden”. Así el rapado, asociado culturalmente a un cambio de vida, estaba en consonancia con la idea de purificar y reconstruir España de los desmanes y disidencias, los virus, inoculados durante la etapa roja. La violencia vergonzante se aplicó a todas aquellas mujeres que habían participado del cambio cultural, las “mujeres nuevas” o mujeres modernas. “Domar” sus cabellos “desordenados” era una forma visual de corregir y someter los pensamientos anárquicos, libertarios, republicanos.

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Desfeminizar era también parte esencial de un ejercicio de deshumanización

El cabello también ha funcionado, dentro de los códigos de la feminidad heteronormativa, como un emblema de la seducción y de una sexualidad activa. Según el testimonio de María Beltrán Gutiérrez (Almería, 2006, entrevistada por Sofía Rodríguez López), el pelo rizado se consideraba más sensual y fueron las melenas rizadas las que se cortaron con mayor decisión, en su contexto: “Yo tenía entonces una melena de pelo rizá, y había otra compañera mía que también tenía el pelo rizado… once. Once estábamos, once muchachas y querían pelarnos a las que teníamos el pelo rizado”. Se establecía además cierta relación de continuidad entre el vello de la cabeza y el púbico. Una correspondencia que agravó más el impacto psíquico de la acción. Existen testimonios de casos en los que se les rapó también la zona genital. Marcar esta zona suponía una señal que apuntaba al útero como un terreno a cruzar y, sobre todo, a dominar. Emparentadas con todo tipo de depravadas heréticas anteriores –con las brujas o con su versión colonizada: las salvajes– a las revolucionarias se las identificó con una serie de construcciones culturales que las representaban como peligrosas y sexualmente “feroces”. El control del cuerpo de las mujeres y de su capacidad reproductiva estaba en el ideario nacionalcatólico de los golpistas. Así, el cuerpo de las mujeres era un lugar más a dominar y someter, continuando con la experiencia militar colonizadora que arrastraban los golpistas de la guerra de Marruecos.

El rapado fue, por tanto, un castigo dirigido a marcar y arrebatar la “feminidad” a estas mujeres que habían transgredido las normas y habían, además, encarnado estas transgresiones. El discurso fascista trataba de humillarlas a través del corte del pelo, que en la construcción simbólica patriarcal las convertía en mujeres “masculinas’’, fuera de los parámetros heteronormativos de belleza. Desfeminizar era también parte esencial de un ejercicio de deshumanización. En una estrategia ciertamente inversa, aunque planteada desde la misma posición ideológica, también se rapó y sometió a todo el repertorio de castigos públicos, a varones identificados como poco masculinos y homosexuales, como relata Miguel Domínguez Soler en sus diarios titulados Ayamonte, 1936. Historia de un fugitivo. En este caso, la táctica de deshumanización pasaba por la aplicación de un castigo “de mujeres” a los llamados “invertidos”, que no eran considerados hombres, o precisamente a través del castigo se les pretendía imponer una masculinidad hegemónica.

La violencia de los rapados participa en la redefinición de las fronteras entre desviación y norma, masculino y femenino, inclusión y exclusión y sobre los términos en los que se ejerce la dominación

Los imaginarios que evocaban los rapados estuvieron muy vinculados a la enfermedad, la locura o la animalidad, y fueron útiles, precisamente, porque establecían estas conexiones visuales que impactaban sobre la población, y lo hacían de una manera muy potente. El corte de pelo, que se efectuaba como un trasquilado, se acompañaba, la mayoría de las veces, de la ingestión de cantidades excesivas de aceite de ricino, como ya hemos dicho. Este aceite amargo en su intoxicación produce diarreas y vómitos descontrolados. Se empleaba bajo la excusa de que era un medio para “arrojar el comunismo del cuerpo”. Pero las defecaciones públicas servían para amplificar la imagen de la peste. Y las convertía en mujeres enfermas, degeneradas, corruptas, además de feas y “machirulas”, estableciendo equivalencias semánticas entre estos adjetivos. Muchas de estas relaciones se han perpetuado en los imaginarios culturales hasta hoy. En ese momento sirvieron para activar la repugnancia, una estrategia clave en la deshumanización propia de los genocidios. La repugnancia, provocada por el conjunto del rapado y la suciedad de vómitos y heces, causados por el ricino, fue fundamental para producir la deshumanización de las mujeres republicanas. Esta estrategia, basada en anular la posibilidad de empatía, se emplea frecuentemente en los genocidios y epistemicidios. La deshumanización estaba en consonancia con las tácticas de guerra fundamentadas en la violencia colonial, que habían aplicado previamente en el norte de África, en la guerra de Marruecos. La guerra civil, entendida como cruzada católica, se concibió por parte de los ejércitos sublevados como una campaña colonial contra poblaciones insubordinadas, practicando sistemáticamente la tortura y la brutalidad.

La práctica de marcar los cuerpos pertenece a una cultura de la guerra que radicaliza su desprecio por los adversarios. Descifrar la guerra, interpretarla, implica leer los cuerpos y observar las formas en la que la violencia se inscribe en ellos. Las acciones más visibles de rapado y purga, pero también las acciones más invisibles como la violación, ejercidas sobre los cuerpos de las mujeres desvelan formas de violencia muy precisas que operaron en la guerra y posterior dictadura. Y son modelos represivos propios de la cultura patriarcal-colonialista.

Además, el pelo, como elemento que se ubica en los márgenes del cuerpo, funciona en consonancia con otra serie de márgenes sociales o simbólicos. Recordemos que muchas de las personas que están situadas en los márgenes se las señala, se las marca, a través de ese “margen” que supone el pelo. Aquí podemos ver cómo operan en continuidad con todo un ejercicio de delimitación. Así, la violencia de los rapados participa en la redefinición de las fronteras entre desviación y norma, masculino y femenino, inclusión y exclusión y sobre los términos en los que se ejerce la dominación.

La vergüenza estuvo también muy asociada a la repugnancia, ya que convertir a una persona en “algo” repugnante, además de deshumanizarla, activa su vergüenza. Y esta última resulta un arma de gran capacidad destructiva de la subjetividad.

Por María Rosón, Ana Pol, Maite Garbayo-Maeztu, Rocío Lanchares Bardají y Lucas Platero.

Fuente: pikaramagazine.com

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