El río Manzanares se bifurca a la salida de Madrid una vez llega el verano: los que siguen río abajo, abandonan la ciudad y se divierten; los que siguen por el río en espiral, rodeando la ciudad, se quedan en ella y tienen que divertirse. Para ello, la recorren y, poco a poco, la recuperan

Un velo blanco, o la amplia visera de una boina, disfrazan la visión de los madrileños desde la primera quincena de mayo, inicio secular del verano madrileño. Dibuja sus deseos para el verano y firma una tregua con la asfixiante capital. En todo caso, imaginada, irreal o exuberante por esos atuendos del traje chulapo y los claveles en el pelo. Madrid celebra San Isidro, La Karmela, San Cayetano, La Paloma, el Orgullo LGBTIQ+ y las fiestas barriales cada año, aunque parece en estos últimos querer hacerlo, y es que han dejado atrás los patios del colegio y los centros de día y ahora los jóvenes no hablamos de “disfraz”, sino de “vestido” o “traje”. Los madrileños han conquistado el lenguaje y, con ello, han hecho suyas las ferias: han recuperado las fiestas populares de las manos del reaccionario gobierno del Partido Popular, más interesado en esconder símbolos e inventar exiguas imágenes nuevas.
Nuestra generación ha tomado las riendas y ha decidido que Madrid merece un verano libre, retomar la lucha por una identidad fuerte y flexible, y bajar a la calle para combatir el calor y socializar, tejer mantones de Manila gigantes para acoger a una población perdida, asustada por el veloz capitalismo y empujada fuera de la ciudad por sus gobernantes. La mitad de los madrileños que permanece en casa en verano quiere celebrar su diversidad y su riqueza cultural y, para ello, adorna y disfraza su caos con patrones de pata de gallo, verbenas y claveles, que no crecen en los raíles de Atocha ni en el cemento de la ceniza (y todavía abrasadora) Puerta del Sol.
En los últimos años, hemos decorado la ciudad con mayor brío e interés que la generación de nuestros padres. Madrid, engalanada de diseños, colores y motivos que las diásporas le han ido regalando con el paso de los siglos, araña su vientre blando y pone a sus chulapos y chulapas a escarbar en la tierra cetrina de la Pradera de San Isidro, las Vistillas o las calles de Vallecas, Carabanchel y Villaverde. Fruto de las pequeñas excavaciones grupales de los millones de interesados asistentes que disfrutan de las verbenas estivales, Madrid encuentra en sus entrañas una identidad extranjera, móvil y festiva, vagante y comunitaria, que no escapa del ruido ni el bullicio, sino que los reviste de romería y sazón. Una identidad que poco se parece al Madrid blanco, federal y avejentado que proponen Ayuso y Almeida.
Todo esto lo hace en la periferia, fuera del marco neoliberal que separa la Almendra Central de los barrios obreros que la abrigan y a su pesar, la hacen viable. Contra la Almendra, el centralismo y la propuesta conservadora, los vecinos de la ciudad, veteranos, jóvenes y recién llegados, cocinan rosquillas, entresijos, mojitos, horchata y frutos secos garrapiñados, y hacen el esfuerzo (o cumplen el deseo) de fundirse con la fiesta, de derretir sus acalorados cuerpos con el movimiento de la música y los bailes nocturnos que, furtivos y exhaustos, ven nacer el día incontables veces cada verano. Por eso definen las verbenas con tanta precisión lo que es Madrid: ruido, apertura, ironía y silencio. Crece en sus ferias, invita a todos a celebrar, cuestiona y actualiza sus principios año a año, pero sigue brindando por vetustos santos católicos y rechazando el uso político y la reivindicación popular de la fiesta, callando y mirando a otro lado, con el beneplácito de los distritos más conservadores.

Madrid, manos y pies
San Isidro, por ejemplo, se celebra fuera de la ciudad con la que la derecha política se identifica; no es Ponzano, no es una zona turística, es Carabanchel; el propio Isidro fue otro labrador, y como tal visten chulapas y chulapos vestidos y trajes modestos, poco recargados, propios de los primeros trabajadores migrantes que construyeron la ciudad en el siglo XIX.
Las verbenas de verano comprenden el principal espacio de socialización para los jóvenes madrileños y deben servir también para iniciar lugares comunes de lucha y activismo, pues permiten por su naturaleza colectiva y callejera contemplar y atestiguar el caos y el dolor de una ciudad perdida y esquilmada por el turismo masivo, el capitalismo exacerbado y el rentismo. Sin embargo, todavía no hemos sido capaces de reivindicarlas y ponerlas de ejemplo de lo que son: fiestas incluyentes, representativas de un Madrid obrero y plural, que ha sido castigado sin recreo pero ha encontrado abrigo en el aula de expulsados. Madrid no necesita del arcaico modelo españolista de Ayuso y Almeida ni de los especulativos esquemas expansionistas del poder económico capitalino.
Las verbenas son lo que son, ruido, caos y sencillez, sin aspavientos, que otorgan a millones de personas aburridas y cansadas la oportunidad de reunirse y rasgar sus vestiduras, sus colinas y sus cabezas en busca de una necesitada identidad; si Madrid requiere de una, sirva la naturaleza social, diversa y periférica de sus fiestas estivales.

Fuente: poderpopular.info