Plácenme los cuadros en
narración, porque en cuanto a
los de lienzo, aunque no dejo de
hablar de ellos como tantos
otros, confieso francamente que
no los entiendo.
Así lo ha dicho un autor francés: por supuesto que lo decía en francés, porque tienen esta gracia los escritores de aquella nación, que casi todos escriben en su lengua; no así muchos de nuestros castellanos, que cuando escriben no se acuerdan de la suya; pero en fin, esto no es del caso: vamos a la sustancia de mi narración.
Yo quería regalar a mis lectores con una narración de la Romería de San Isidro y para ello me había propuesto desde la víspera darme un madrugón y constituirme al amanecer en el punto más importante de la fiesta. Por lo menos tengo esto de bueno, que no cuento sino lo que veo, y esto sin tropos ni figuras, pero viniendo a mi asunto digo, que aquella noche me acosté más temprano que de costumbre, revolviendo en mi cabeza el exordio de mi artículo.
«Romería (decía yo para darme cierta importancia de erudito), significa el viaje o peregrinación que se hace a algún santuario», y si hemos de creer al Diccionario de la lengua, añadiremos que «se llamó así porque las principales se hacían a Roma». Luego vino a mi imaginación la memoria de Jovellanos, quien considerando a las romerías como una de las fiestas más antiguas de los españoles, añade: «La devoción sencilla los llevaba naturalmente a los santuarios vecinos en los días de fiesta y solemnidad, y allí, satisfechos los estímulos de la piedad, daban el resto del día al esparcimiento y al placer.» Esto, según la ya dicha respetable autoridad, acaecía en el siglo XII, y mi imaginación se dirigía a cavilar sobre la fidelidad de los pueblos a sus antiguas usanzas.
Largo rato anduvieron alternando en mi memoria, ya las famosas de Santiago de Galicia, ya las de nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, y parecíame ver los peregrinos con su bordón y la esclavina cubierta de conchas acudir de luengas tierras a ganar el jubileo del año santo. Luego se me representaban las animadas fiestas de esta clase, que aún hoy se celebran en las Provincias Vascongadas, y de todo ello sacaba observaciones que podrán tener lugar cuando escribiera la historia de las romerías, que no dejaría de ser peregrina; mas por lo que es ahora no venían a cuento, pues que sólo trataba de formar el cuadro de la de San Isidro en nuestra capital. En fin, tanto cavilé, tantos autores revolví en los estantes de mi cabeza, tal polvo alcé de citas y pergaminos, que al cabo de algunas horas me quedé dormido profundamente.
La imaginación empero no se durmió: afectada con la idea de la próxima función, me trasladó a la opuesta orilla del Manzanares, al sitio mismo donde la emperatriz doña Isabel, esposa de Carlos V, fundó la ermita del patrón de Madrid, en agradecimiento de la salud recobrada por su hijo el príncipe don Felipe con el agua de la vecina fuente, que según la tradición abrió el santo labrador al golpe de su hijada para apagar la sed de su amo Iván de Vargas. Dominaba desde allí la pequeña colina sobre que está situada la ermita; y la desigualdad del terreno, los paseos que conducen a ella y las elevadas alturas que la rodean, encubrían a mi imaginación la natural aridez de la campiña; añádase a esto la inmediación del río, la vista de los puentes de Toledo y Segovia y más que todo la extensa capital que se ostentaba ante mis ojos por el lado más agradable, ofreciéndome por términos el palacio Real, el cuartel de Guardias y el Seminario de nobles a la izquierda, el convento de Atocha, el observatorio y el hospital general a la derecha; al frente tenía la nueva puerta de Toledo, y desde ella y la de Segovia la inmensa muchedumbre precipitándose al camino formaba una no interrumpida cadena hasta el sitio en que yo estaba o creía estar.
Mi fantasía corría libremente por el espacio que media entre el principio y el fin del paseo, y por todas partes era testigo de una animación, de un movimiento imposible de describir; nuevas y nuevas gentes cubrían el camino; multitud de coches de colleras corrían precipitadamente entre los ligeros calesines que volvían vacíos para embarcar nuevos pasajeros; los briosos caballos, las mulas enjaezadas hacían replegarse a la multitud de pedestres, quienes para vengarse, los saludaban a su paso con sendos latigazos, o los espantaban con el ruido de las campanas de barro. Los que volvían de la ermita, cargados de santos, de campanillas y frascos de aguardiente bautizado y confirmado, los ofrecían bruscamente a los que iban, y éstos reían del estado de acaloramiento y exaltación de aquéllos, siendo así que podrían decir muy bien: -Vean ustedes cómo estaré yo a la tarde. -Las danzas improvisadas de las manolas y los majos, las disputas y retoces de éstos por quitarse los frasquetes, los puestos humeantes de buñuelos y el continuo paso de carruajes hacían cada momento más interrumpida la carrera, y esta dificultad iba creciendo según la mayor proximidad a la ermita.
Ya las incansables campanas de ésta herían los oídos, entre la vocería de la muchedumbre que coronaba todas las alturas, y apiñándose en la parte baja hacía sentir su reflujo hasta el medio del paseo. Los puestos de santos, de bollos y campanillas iban sucediéndose rápidamente hasta llegar a cubrir ambos bordes del camino, y cedían después el lugar a tiendas caprichosas y surtidas de bizcochos, dulces y golosinas, eterna comezón de muchachos llorones, tentación perenne de bolsillos apurados. Cada paso que se avanzaba en la subida, se adelantaba también en el progreso de las artes del paladar; a los puestos ambulantes de buñuelos habían sucedido las excitantes pasas, higos y garbanzos tostados; luego los roscones de pan duro y los frasquetes alternaban con las tortas y soldados de pasta flora: más allá los dulces de ramillete y bizcochos empapelados ofrecían una interesante batería: y por último, las fondas entapizadas ostentaban sobre sus entradas los nombres más caros a la gastronomía madrileña, y brindaban en su interior con las apetitosas salsas y suculentos sólidos.
¡Qué espectáculo manducante y animado! Cuáles sobre la verde alfombra formaban espeso círculo en derredor de una gran cazuela en que vertían sendos cantarillos de leche de las Navas sobre una gran cantidad de bollos y roscones; cuáles ostentando un noble jamón lo partían y subdividían con todas las formalidades del derecho.
La conversación por todas partes era alegre y animada, y las escenas a cuál más varia e interesante. Por aquí unos traviesos muchachos atando una cuerda a una mesa llena de figuras de barro, tiraban de ella corriendo y rodaban estrepitosamente todos aquellos artefactos, no sin notable enojo de la vieja que los vendía; por allá un grupo de chulos al pasar por junto a un almuerzo dejaban caer en el cuenco de leche una campanilla; ya levantándose otros, volvían a caer impelidos de su propio peso, o bien al concluir un almuerzo rompían un gran botijo tirándole a veinte pasos con blandos bollos, restos del banquete. Los chillidos, las risas, los dichos agudos se sucedían sin cesar, y mientras esto pasaba de un lado, del otro los paseantes se agitaban, bebían agua del santo en la fuente milagrosa, intentaban penetrar en la ermita, y la turba saliente los obligaba a volver a bajar las gradas penetrando al fin en el cementerio próximo, donde reflexionaban sobre la fragilidad de las cosas humanas mientras concluían los restos del mazapán y bizcocho de galera. En la parte elevada de la ermita algunos cofrades asomaban a los balconcillos ostentando en medio al santero vestido con un traje que remedaba al del santo labrador, y en lo alto de las colinas cerraban todo este cuadro varios grupos de muchachos que arrojaban cohetes al aire.
La parte más escogida de la concurrencia refluye en las fondas, adonde aguardaban en pie y con sobrada disposición de almorzar, mientras los felices que llegaron antes no desocupaban las mesas. La impaciencia se pintaba en el rostro de las madres, el deseo en el de las niñas y la incertidumbre en los galanes acompañantes; entre tanto los dichosos sentados saboreaban una perdiz o un plato de crema, sin pasar cuidado por los que les estaban contando los bocados.
Desocúpase en fin una mesa… ¡qué precipitación para apoderarse de ella! Ocúpanla una madre, tres hijas y un caballero andante, el cual, a fuer de galán, pone en manos de la mamá la lista fatal… Los ojos de ésta brillan al verla… «Pichones», «pollos», «chuletas…» ¿qué escogerá? -Yo lo que ustedes quieran; pero me parece que ante todo debe venir un par de perdices; tú, Paquita, querrás un pollito, ¿no es verdad? -«Venga», gritó el galán entusiasmado. -Y tú, Mariquita, ¿jamón en dulce? -Pues yo a mis pichones me atengo. -Vaya, probemos de todo. -«Venga de todo», respondió el Gaiferos con una sonrisa si es no es afectada.
Con efecto, el mozo viene, la mesa se cubre, el trabajo mandibular comienza, y el infeliz prevé, aunque tarde, su perdición; mas entre tanto, Paquita le ofrece un alón de perdiz, y en aquel momento todas las nubes desaparecen. La vieja incansable vuelve a empuñar la lista. -«Ahora los fritos y asados», dice, y señala cinco o seis artículos al expedito mozo. No para aquí, sino que en el furor de su canino diente, embiste a las aceitunas, saltando dos de ellas a la levita del amartelado; cae y rompe un par de vasos, y para hacer tiempo de que vuelva el mozo se come un salchichón de libra y media.
Tres veces se habían renovado de gente las otras mesas y aún duraba el almuerzo, no sin espanto del joven caballero, que calculaba un resultado funesto; las muchachas, cual más, cual menos, todas imitaban a la mamá, y cuando ya cansadas apenas podían abrir la boca, les decía aquélla: -Vamos, niñas, no hay que hacer melindres; -y siempre con la lista en la mano traía al mozo en continua agitación. Por último, concluyó al fin de tres horas aquel violento sacrificio; pídese la cuenta al mozo, y éste, después de mirar al techo y rascarse la frente, responde: -«Ciento cuarenta y dos reales.» El Narciso a tal acento varía de color, y como acometido de una convulsión revuelve rápidamente las manos de uno a otro bolsillo, y reuniendo antecedentes llega a juntar hasta unos cuatro duros y seis reales: entonces llama al mozo aparte, y mientras hace con él un acomodo, la mamá y las niñas ríen graciosamente de la aventura.
Arreglado aquel negocio salen de la fonda, llevando al lado a la Dulcinea con cierto aire triunfal; pero a pocos pasos, un cierto oficialito conocido de las señoras, que se perdió a la entrada de la fonda, vuelve a aparecer casualmente y ocupa el otro lado de doña Paquita, no sin enojo del caballero pagano. Mas no para aquí el contratiempo: a poco rato el excesivo almuerzo empieza a hacer su efecto en la mamá, y se siente indispuesta; el síntoma catorce del cólera se manifiesta estrepitosamente, y las niñas declaran al pobre galán que por una consecuencia desgraciada, su mamá no puede volver a pie…
No hay remedio, el hombre tiene que ajustar un coche de colleras y empaquetarse en él con toda la familia; más el aumento del recién venido que se coloca en el testero, entre Paquita y su madre, quedándole al caballero particular el sitio frontero a ésta, para ser testigo de sus náuseas y horribles contorsiones. El cochero en tanto ocupa su lugar, y chas… co-mandanta…
Al ruido del coche desperté precipitado, y mirando al reloj vi que eran ya las diez, con lo cual tuve que desistir de la idea de ir a la romería, quedándome el sentimiento de no poder contar a mis lectores lo que pasa en Madrid el día de San Isidro.
Fuente: Carlos Viñas-Valle en madridafondo.blogspot.com