De Manuel, de Juanita, de Doña Mencía o de Marcelina: el callejero sin apellidos en Madrid

Rondan las cuarenta calles y abundan sobre todo en distritos e antiguos pueblos anexionados y zonas de planificación informal, como Carabanchel o Tetuán

Calle de Juanita en Carabanchel / Captura Gentileza de Googlemaps

La calle de Marcelina, en Tetuán, es una de esas vías del barrio de Valdeacederas en las que se suceden sin criterio aparente edificios de distintas décadas. De las últimas casas bajas de una barriada a espaldas de la Junta de Distrito Municipal –antiguo Ayuntamiento de Chamartín de la Rosa– a los andamios que anteceden un nuevo edificio de precios desbocados. Al principio de Marcelina, se avistan en sus bocacalles los rascacielos de las Cinco Torres y los de Plaza de Castilla. Sobre sus paredes, la placa con el nombre de pila da idea de un pasado más lejos del centro y las miradas en la ciudad.

Según la Topografía madrileña de Luis Miguel Aparisi (búsquenla en su biblioteca pública) la Marcelina que nombra la calle desde 1929 -cuando aún no pertenecía a Madrid– era Marcelina Sánchez, una mujer con un puesto callejero en la zona que, por alguna razón, se ganó la fama entre sus vecinos. A Marcelina son adyacentes otras calles que, como esta, carecen de apellidos: la de José y la de Antonio.

Aunque la mayoría de las calles sin apellidos están en barrios periféricos, de urbanización a medio camino entre la improvisación y la evolución urbana de terruños arrabalescos, también hay algunos ejemplos más centrados. Es el caso de la calle de Manuel, una pequeña callecita a espaldas del Palacio de Liria y el Cuartel del Conde Duque, en el límite entre los barrios de Universidad y Argüelles.

Aunque ya aparece sin nombre su recorrido en el plano de Texeira (1656) es el de Espinosa (1769) es que oficializa la presencia en nuestro callejero. Como sucede con otras calles añejas, su origen se confunde con las leyendas madrileñistas, sin saber hasta qué punto las historias son reales o un destilado de la imaginación popular y la pluma de los cronistas con trazas de realidad.

Según diversas versiones de la historia, Manuel era el joven sirviente de unos estudiantes irlandeses que habitaban en esta calle en el siglo XVII. Su momento de gloria llegó cuando salvó a garrotazos a una dama atacada por un lobo en el bosque de Amaniel, que por aquel entonces llegaba a orillas de la urbe.

En el proyecto Calles de Madrid, que estudió hace unos años la toponimia madrileña, se contabilizaron 3025 calles dedicadas a personas. De ellas, 344 parecían estar dedicadas a vecinos. La mayoría están en distritos de las antiguas periferias: Carabanchel, Tetuán o Puente de Vallecas.

¿Por qué apenas hay calles dedicadas a vecinos que no fueran ilustres por otras razones en Retiro o Salamanca? Quizá porque las partes de la ciudad menos planificadas cuentan con una toponimia menos lustrosa desde el punto de vista del poder y las inauguraciones municipales. La presencia de la nomenclatura popular también aumenta en las barriadas en las que el movimiento vecinal tuvo una importancia decisiva en el desarrollo urbano, entre los años sesenta y ochenta del siglo XX.

::Pasa en Carabanchel::

El equipo de Calles de Madrid detectó una brecha de género pronunciada en la toponimia (2.496 estaban dedicadas a hombres y 529 a mujeres), también en los monumentos, pero curiosamente la diferencia no existe cuando se trata de calles dedicadas a vecinos y vecinas. Estas últimas están algo más representadas que sus homónimos masculinos. ¿Por qué? Podríamos pensar que a medida que las calles se alejan de los centros de poder se asemejan más a lo doméstico, esto es, a los contornos del espacio históricamente vinculado a lo femenino.

Los nombres sin apellidos, menos de una cuarentena en toda la ciudad, son el epítome de la informalidad del callejero. Algunas veces podemos documentar quiénes fueron aquellas personas que tan familiares debieron ser para sus vecinos. En no pocas ocasiones eran los propietarios de los terrenos rústicos sobre los que se urbanizaron las calles de las barriadas nuevas. A veces, los primeros vecinos. Otras veces… no lo sabemos.

Algunas llevan el tratamiento de usted, como Doña Mencía, que ya se usaba antes de 1880. Las hay con nombre compuesto (Ana Teresa en Moncloa, María Juana en Tetuán o María del Carmen en Latina). Las menos, añaden diminutivos cariñosos, como la carabanchelera calle de Juanita, y algunas en vez de imprimir un nombre nos dejan un solitario apellido, como la calle de Martínez, que podría representar a millones de personas en todo el mundo.

Vivir en una calle sin apellidos (de Porfirio, Elvira, Benjamín o Mateo) viste informal y aturde a los servicios postales. Es economía de lenguaje, muestra de afecto y también una pizca de invitación al olvido. Ojalá la costumbre se vuelva a poner de moda e incluya nombres que hoy son referente cercano. Las Shamira, los Wang, los Faye, las Yeni, los Martín y todos los nombres sin más que, con cualquier acento o alfabeto, se hacen reconocibles en nuestras calles.

Fuente: Luis de la Cruz en eldiario.es

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