Isabel Sanmartín, bióloga del Real Jardín Botánico (RJB-CSIC), participa en el ciclo de entrevistas ‘Científicas y cambio global’
Son las 16.00 de una tarde fría de otoño. Estamos en pleno centro de Madrid, rodeadas de palmeras, dragos y otras plantas exóticas en estas latitudes. La cita es en el invernadero del Real Jardín Botánico (RJB-CSIC), donde nos sentamos a conversar con la bióloga evolutiva Isabel Sanmartín. Esta investigadora estudia, entre otras cuestiones, cómo está afectando el cambio climático a la biodiversidad.
A partir del análisis de fósiles y de reconstrucciones de ADN, Sanmartín averigua cómo se adaptaron las plantas en el pasado a las variaciones climatológicas. Esas indagaciones le dan pista para entender lo que sucede en el presente y vislumbrar qué sucederá en el futuro. Las evidencias se acumulan: “El calentamiento global se está produciendo tan rápido que es muy difícil que las especies consigan adaptarse”, señala. Ahí están los datos: “En los bosques tropicales, donde vive el 50% de los organismos de la Tierra, calculamos que desaparecerá el 45% de las plantas”. La principal causa de esta pérdida de biodiversidad es el aumento de la temperatura y la destrucción de hábitat, en gran medida provocados por la actividad humana.
¿Qué información nos aporta la biología evolutiva para entender los efectos del cambio climático en la biodiversidad?
Nos arroja evidencias importantes sobre la respuesta biológica de las especies en el pasado. Podemos conocer, a partir de reconstrucciones de secuencias de ADN, cómo eran los ancestros de especies que ahora están amenazadas por la extinción; o de aquellas que son invasoras o colonizadoras. Así entendemos su ritmo de adaptación a los cambios de temperatura, lo que a su vez nos permite hacer predicciones. Necesitamos saber cómo han reaccionado las especies en el pasado para predecir cómo lo harán en el futuro.
¿Cómo se lleva a cabo este trabajo? Estamos hablando del estudio de especies vegetales y animales que se extinguieron hace millones de años.
Exacto. Lo particular de investigar los procesos de extinción, que son consecuencia del cambio climático y también de la destrucción del hábitat, es que tenemos que conocer especies que ya han desaparecido y de las que no existen señales. Esto es posible porque a través de las secuencias de ADN podemos reconstruir las relaciones de parentesco entre las especies y saber así cómo eran sus ancestros y dónde se encontraban. Por ejemplo, sabemos que los ancestros de determinados insectos no tenían alas, luego no podían migrar cuando había cambios climáticos, entonces, ¿cómo se adaptaban? O, en el caso de las plantas, los ancestros de algunas especies que ahora están en el norte de Asia, en Siberia, eran tropicales. Eso significa que ha habido un cambio, una adaptación, algo que solo podemos averiguar utilizando herramientas como las secuencias de ADN o el registro fósil.
¿Puedes detallar todo ese proceso de investigación?
El avance tecnológico ha sido fundamental. Primero estudiamos dónde están las especies actuales y dónde estaban los ancestros gracias a los fósiles. Como el registro fósil es muy incompleto, después recurrimos a las secuencias de ADN, que principalmente las obtenemos de las especies actuales, los descendientes vivos. A partir de ahí reconstruimos la secuencia de ADN de los ancestros a través de la paleogenómica [técnicas de secuenciación masiva para analizar genomas de organismos del pasado cuyo ADN ha sido extraído de restos de tejidos]. También utilizamos la herbario-genómica para obtener, con pliegos de herbarios hasta del siglo XVII, ADN de suficiente calidad como para reconstruir cómo era esa especie ancestral, que a veces es completamente distinta a la actual. Hay estudios sobre el proceso de domesticación de la batata, que en los siglos XVI-XVIII era muy diferente a cómo es hoy. Esto nos dice que durante la evolución hay cambios importantes tanto a nivel de adaptación genómica como en las características funcionales (fisiología de la hoja, tipo de raíz, etc.). Todo ello refleja la capacidad de las especies de adaptarse y ser resilientes o de lo contrario, estar abocadas a la extinción. Desde la ecogenómica también se plantean proyectos como el que llevamos a cabo con la Fundación BBVA, EUGENIA, para estudiar, dentro del género Euphorbia, especies amenazadas e invasoras que viven en España. La idea es comparar sus genomas e identificar qué genes están implicados en esa capacidad de invasión y adaptación o en hacerlas más sensibles a la extinción.
¿Adaptación y resiliencia frente a qué? ¿Te refieres sobre todo a cambios de tipo climatológico que se dieron en el pasado?
Sí. El cambio climatológico está muy relacionado con la tectónica de placas y dónde estaban situados los continentes hace millones de años. Nuestras reconstrucciones paleoclimáticas se basan en gran medida en lo que los geólogos saben sobre la disposición de las grandes masas de tierra. Cuando los continentes estaban juntos, en Pangea, el clima era árido y frío; en cambio, cuando se separaron el clima se hizo tropical. Eso se ve a lo largo de los últimos 600 millones de años de historia de la Tierra. Es decir, los procesos geológicos influyen en el clima. Así que tanto la reconstrucción geológica como los fósiles nos permiten generar lo que llamamos escenarios paleoclimáticos. Hasta hace poco estos escenarios no iban más allá del último máximo glaciar, porque hacíamos una reconstrucción a partir de los testigos de hielo. Pero en la última década se han hecho reconstrucciones paleoclimáticas bastante buenas de hasta hace 65 millones de años, la época de la extinción de los dinosaurios a finales del Cretácico. Esto es una evidencia filogenética o evolutiva muy importante para saber cómo han evolucionado las especies.
Has señalado que los factores geológicos influyen en los cambios climatológicos. Sin embargo, en la época actual –a veces denominada Antropoceno– hay cada vez más evidencias científicas de la influencia de la acción humana en los cambios en el clima.
Hay otros factores que influyen, como la radiación solar, pero efectivamente una parte importante de los cambios rápidos que observamos son producidos por nuestra actividad. Quizá lo más relevante de esta era del Antropoceno es precisamente lo distinta que es de otras extinciones masivas que se han producido antes. En los cambios climáticos producidos por el movimiento de los continentes, los tiempos son geológicos; estamos hablando de varios de millones de años. El Antropoceno son [como mucho] 10.000 años, desde la aparición de la agricultura, y sin embargo la tasa de extinción de fondo –el número de extinciones por millón de especies por año (background extinction)– ha aumentado entre 100 y 10.000 veces.
¿Ha aumentado respecto a qué?
Respecto a la tasa de extinción de fondo que se conoce por el registro fósil de los últimos 600 millones de años, incluyendo las grandes extinciones del Pérmico, el Devónico, el Cretácico… Se calcula que actualmente esta tasa es de 0,45 eventos de extinción por millón de especies por año, mientras que la tasa regular de la que hablan los paleontólogos es de 0,1. Es una diferencia muy grande e incluso podría ser mayor, porque los paleontólogos y los biólogos evolutivos medimos de forma distinta lo que es una especie, y eso dificulta las comparaciones. Además, en otras extinciones se ha observado una recuperación, pero en esta no parece que la vaya a haber si no se interrumpe la actividad humana.
A corto plazo, ¿el aumento de esta tasa de extinción ya permite avanzar cifras respecto al número de especies que van a desaparecer en los próximos años?
Los científicos somos cautos con las cifras, pero aventuramos que el 25% de las especies de la Tierra desaparecerá en las próximas décadas si el cambio climático persiste. Es decir, en función de las emisiones y del grado de calentamiento global, perderemos de 500.000 a un millón de especies de animales y plantas. Es lo que se denomina Sexta Extinción.
¿Especies tanto animales como vegetales?
Sí, aunque casi siempre se piensa en aves, anfibios y mamíferos, porque disponemos de más datos. Las mediciones sobre vegetales se están realizando actualmente y se habla de un porcentaje parecido. De los mamíferos se conoce el 90% de las especies, pero en el caso de los vegetales no está claro, y esa diversidad oculta obstaculiza las estimaciones. Voy a poner un ejemplo: yo trabajo ahora en el África tropical, donde se calcula que el 97% de las especies vegetales que habitan allí –me refiero a plantas con semillas, angiospermas– perderá parte de su área de distribución y se extinguirá en algunas zonas, mientras que el 42% desaparecerá en todo su área de distribución. Es decir, muchas especies quedarán seguramente reducidas a una población pequeña, relicta, y el resto se extinguirá totalmente. Esta es la previsión para los bosques tropicales africanos, que se ubican en los territorios de Guinea ecuatorial, Camerún, República Democrática del Congo… En el conjunto de los bosques tropicales, que son el pulmón del planeta y donde vive el 50% de los organismos de la Tierra, calculamos que desaparecerá el 45% de las plantas.
¿De cuántas especies podemos estar hablando? ¿Están cuantificadas?
Se estima que hay 450.000 especies de plantas con semilla. Si desapareciera el 50% que vive en los trópicos, perderíamos unas 225.000. Esto son estimaciones muy elevadas, hay otras más conservadoras.
Pero en todo caso decenas de miles de especies extinguidas.
Sí. Además los bosques tropicales solo cubren un 7% de la superficie terrestre. Por otro lado, sabemos muy poco de la biología marina porque está menos estudiada. Sí se prevé la extinción de los peces de gran tamaño. Por ejemplo, los atunes y bacalaos están en peligro, y estos peces mantienen en gran parte la cadena alimenticia.
En España el cambio climático va acompañado de una intensa aridificación del suelo, ¿estamos por ello más expuestos a la pérdida de biodiversidad?
Aquí se combina el cambio climático que lleva produciéndose 20 millones de años con los efectos de la acción humana. Por un lado está el proceso natural de aridificación producida por la tectónica de placas, en concreto por el cierre del Mediterráneo a raíz del choque entre África y Eurasia. Por otro, la destrucción del hábitat debido a nuestra actividad: el cambio en los usos del suelo, el abuso del regadío, la pérdida de las cuencas fluviales… Observamos sobre todo que determinadas especies de plantas, que quizá estaban más adaptadas a la sequía y que vendrían de la zona sahariana, están avanzando por la cuenca norte del Mediterráneo. Ha habido un cambio en el rango distribución de esas especies, que podrían convertirse en invasoras o al menos colonizar nuevas áreas, mientras que otras quedarían reducidas al ser reemplazadas. Es interesante estudiar este proceso desde un punto de vista evolutivo, para predecir qué ocurrirá en varias décadas por la aridificación producida ahora por el ser humano.
Sí, pero ahí estamos muy atrasados. Los mayores avances logrados con secuencias de ADN y reconstrucciones paleoclimáticas se refieren a procesos que afectan a la especie en sí: extinción, especiación, adaptación, resiliencia… Otros procesos más relacionados con la interacción entre especies –facilitación, predación, competición, etc.– ofrecen menos posibilidades de estudio a nivel evolutivo. Las herramientas para estudiarlos están desarrollándose. Y son esenciales, porque para entender la respuesta de las especies al cambio climático es clave saber si compiten o cooperan unas con otras, por ejemplo.
Vuestras predicciones acerca de la evolución de algunas especies, ¿pueden orientar las políticas de conservación y protección?
Nuestra investigación es básica, pero siempre tiene un componente aplicado. Conocer cómo se está produciendo el cambio en esas distribuciones, qué especies se están convirtiendo en colonizadoras y exitosas y cuáles se están reduciendo, distinguir qué especies tienen más interés por su mayor potencial evolutivo… Todo ello es útil para definir políticas.
¿Qué quieres decir con ‘potencial evolutivo mayor’?
Algunas especies son supervivientes de un gran grupo de organismos de los que solo quedan grupos relictos. Organismos que en el pasado fueron abundantes y ocuparon zonas extensas, pero que hoy solo existen en un área reducida. Por ejemplo, los marsupiales mamíferos y los avestruces representan grandes grupos de los que hoy viven muy pocos ejemplares. O, en el reino vegetal, el gingko. Si desaparece alguna de esas especies, perderíamos una línea evolutiva muy valiosa, millones de años de evolución genética y de rasgos funcionales. El gingko presenta estrategias reproductivas y de colonización que resultan fascinantes. En este árbol los sexos están separados, hay ejemplares masculinos y femeninos, algo que no es común en las gimnospermas, pero también se pueden reproducir por clones. También es diferente el tipo de transmisión de las semillas: animales que son atraídos por esos frutos tan olorosos. Si desaparece, no podremos estudiar esas características únicas que forman parte de la historia evolutiva.
¿Qué significa el concepto ‘rescate evolutivo’? ¿Tiene que ver con cómo evoluciona una especie para adaptarse a los cambios climáticos?
Se refiere a la capacidad de resiliencia, que está relacionada con la genética. Una especie que está abocada a la extinción, con poblaciones pequeñas, tiene poca diversidad genética y por tanto poca capacidad de rescate evolutivo. Si hay pocos individuos, es menos probable que aparezca una mutación que le permita adaptarse. Las mutaciones surgen por azar y después se fijan o no por la selección natural. Si existe mucha endogamia, todos los individuos descienden de los mismos padres y eso les resta capacidad. Cuanto mayor es el tamaño poblacional de una especie, más elevada es su capacidad de rescate evolutivo. Y como el tamaño poblacional se relaciona con el área de distribución, si esta se reduce, disminuirá esa capacidad.
¿Serán capaces las plantas de evolucionar lo suficientemente rápido como para adaptarse al cambio climático y evitar su desaparición?
Es difícil saberlo, hay casos sorprendentes. Yo trabajo en un patrón que se denomina flora africana de rand, que se distribuye en anillo en las márgenes de este continente. Son especies que están en Kenia, Etiopia, Somalia, el sur de África, Camerún y la región de la Macaronesia, a la que pertenecen las islas Canarias. La principal hipótesis es que esta flora ha sido arrinconada por el cambio climático, y que seguramente tenía una distribución más amplia aunque hoy vive en refugios. También estudio el género Camptoloma, que vive solo en tres puntos de Gran Canaria, en las pendientes rocosas del lado oeste. Su especie hermana se halla en Somalia, Omán y Yemen. Y la otra –son solo tres especies en el género– está en Namibia. ¿Cómo es posible que estén en lugares separados más de 9.000 km? Esta distribución de especies o grupos relacionados por parentesco en áreas muy distanciadas geográficamente se llama disyunción geográfica. También sucede con el avestruz, el ñandú, los kiwis de Nueva Zelanda…
¿Canarias sería entonces un ejemplo de refugio climático?
Podría. Pero en Canarias conviven este tipo de grupos de especies arrinconadas con otras que han migrado, invasoras que han venido después y han reemplazado a las otras.
¿Cuáles son estas plantas ‘arrinconadas’?
Por ejemplo, la Canarina canariensis o campanilla, una de las especies vegetales emblemáticas de Canarias. Tiene una flor enorme anaranjada de forma pendular. Otra planta amenazada es el picocernícalo, Lotus eremiticus, que solo se encuentra en La Palma y está amenazado por la depredación de las cabras.
Volvamos a la idea de adaptación. ¿Podéis saber entonces a qué ritmo se producen esos procesos evolutivos de adaptación de las especies?
Sí. Estimamos cuántos grados es capaz de adaptarse una especie, cómo cambia su tolerancia a la temperatura por millón de años. Por ejemplo, los ancestros de la especie X consiguieron pasar de un clima subtropical a los 5º C en Siberia en cinco millones de años. Ese sería el ritmo de adaptación, algo que solo puede reconstruirse con la biología evolutiva. Con las especies actuales solo tendríamos la foto fija de ahora, pero queremos hacer extrapolaciones al futuro para averiguar si determinada especie mantendrá su potencial genético de adaptación, si será capaz de seguir viviendo en las mismas zonas o si, por el contrario, la aridificación de un área concreta le obligará a migrar. En las últimas décadas numerosos estudios –algunos publicados en Nature y Science– intentan descifrar la tolerancia climática de las especies, el llamado nicho climático. Se basan en datos sobre su distribución actual y predicen qué pasara dentro de 1.000 o incluso 10.000 años. Lo curioso es que a veces, al revisitar algunos lugares estudiados varios años después, las predicciones no se han cumplido: a veces la especie ha sido más exitosa y ha sobrevivido sin migrar a otros sitios. Observar cómo se distribuyen las especies hoy es insuficiente. Por eso los biólogos evolutivos intentamos reconstruir la tolerancia climática de los ancestros y su velocidad de adaptación.
Aunque la sociedad está más sensibilizada respecto al cambio climático, aún se oyen voces que cuestionan su alcance o el consenso científico en torno al mismo. ¿Hasta qué punto hay evidencias científicas de los efectos negativos del calentamiento global en la biodiversidad?
Hay evidencias claras. El cambio climático es una constante a lo largo de la historia de la Tierra. Hace 200 millones de años ya hubo cambios en el clima tan importantes como el actual, en el sentido de magnitud. A finales del Eoceno, hace 50 millones de años, las temperaturas bajaron 10 grados, mientras que en otros periodos subieron tanto como lo están haciendo ahora. El problema es el ritmo. El calentamiento se está produciendo tan rápido que es muy difícil que las especies consigan adaptarse, que tengan una velocidad de cambio suficiente. Esa capacidad les viene de la historia genómica, digamos que están acostumbradas a ritmos más lentos. Y no solo el cambio climático afecta a la biodiversidad, también la destrucción del hábitat. Como he dicho, es una combinación de ambas en gran medida propiciada por la acción humana. Otro aspecto relevante son las rápidas oscilaciones que experimentamos, con eventos extremos como huracanes y lluvias torrenciales. En este sentido sí creo que es un cambio climático único en la historia de la Tierra. Hay que tomar decisiones rápidas para al menos frenarlo; si no, tendrá consecuencias catastróficas. Las evidencias son la pérdida en número de especies. En los bosques tropicales, un 65% de las plantas vasculares están amenazadas por la extinción. Ya he señalado que en el África tropical el 97% de las especies perdería parte de su rango de distribución si el cambio climático se mantiene los próximos años.
¿Cómo nos afecta esa pérdida de biodiversidad?
La disminución del área que ocupan las especies lleva a una pérdida de diversidad genética que a su vez conlleva una pérdida de la capacidad de adaptación en el futuro. Es una cascada de efectos que en su conjunto llevarían a un cambio en los ecosistemas de la Tierra. Por ejemplo, a veces observamos un gran número de especies invasoras en una región, lo que supone que en total hay más especies que las que había antes de la presencia humana. A eso lo llamamos diversidad alfa. Hay muchas especies en número, el problema es que se comparten entre las diferentes áreas, no hay reemplazo. Así se pierde diversidad, tanto genética –esa capacidad de producir mutaciones que permiten la adaptación– como funcional, características y rasgos únicos. Por ejemplo, metabolismos de fotosíntesis que solo están presentes en determinadas plantas de climas áridos, como las crasuláceas, y que tal vez son importantes para la domesticación, para la agricultura del futuro, y que se perderán. Eso no se puede recuperar, son momentos evolutivos únicos. La pérdida de capacidad de respuesta ante posibles cambios futuros sería la principal pérdida.
Esta conversación se enmarca en el ciclo ‘Científicas y Cambio Global’. En tu área de investigación, ¿hay referentes de investigadoras?
En cambio global hay investigadoras potentes trabajando en especies invasoras. Montserrat Vila, de la Estación Biológica de Doñana del CSIC, es un ejemplo; o Sara Palacios, del Instituto Pirenaico de Ecología de Jaca, que trabaja en plantas adaptadas a suelos áridos y pobres en nutrientes. En general, a nivel europeo y americano conozco más referentes masculinos. Pero destacaría varias mujeres que son matemáticas biólogas evolutivas y se dedican a esta otra parte, a predecir el potencial evolutivo, la tasa de extinción, el ritmo de especiación. Mencionaría a Tanja Stadler, con la que he trabajado y que investiga en Suiza; a Helene Morlon, en Francia; a Emma Goldberg, en EEUU… Ellas son adalides, las principales pioneras en un campo que combina la matemática y la estadística con la biología.
¿Qué te sugiere la expresión ‘Científicas y Cambio Global’?
Me hace pensar en que las mujeres científicas tenemos mucho que aportar original. No digo que necesariamente tengamos una visión distinta a la de nuestros colegas, pero sí complementaria. Si no se tiene en cuenta nuestra perspectiva, se perderá una parte importante de la ciencia. Y es importante animar a niñas y jóvenes a que se unan a esta lucha. De hecho muchas jóvenes líderes de este movimiento contra el cambio climático son mujeres.
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Esta entrevista forma parte del proyecto ‘Coordinación anual de la red de UCC del CSIC: Científicas y Cambio Global’, que cuenta con la colaboración de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología – Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades.
Fuente: Mónica Lara del Vigo (Cultura Científica CSIC) en nuevatribuna.es
Foto cabecera: Cristina Delgado