Retazos de Madrid por Pío Baroja

Azorín había escrito que “la prosa de Baroja es clara, sencilla y sobria. La pureza no tiene nada que hacer en ella. Baroja vive, está cerca de las cosas. Su fuerza reside en este contacto con lo concreto. La propiedad es natural en él.” En 1904, Pío Baroja publicó su trilogía “La lucha por la vida”, y de ella he entresacado las referencias concretas que plasmó en “La Busca” acerca del paisaje de Madrid y algunas pinceladas de como era la ciudad por dentro y vista desde las afueras de más allá del Manzanares, único lugar en el que aún cabe contemplar paisaje urbano de Madrid. Al margen queda, obviamente, el mundo negro, mísero y siniestro de barrios y gentes que describe en la obra, mucho más conocido. “El madrileño que alguna vez, por casualidad, se encuentra en los barrios pobres próximos al Manzanares, hállase sorprendido ante el espectáculo de miseria y sordidez, de tristeza e incultura que ofrecen las afueras de Madrid con sus rondas miserables, llenas de polvo en verano y de lodo en invierno.”

Las impresiones de Baroja son como imágenes fotográficas del viejo Madrid de comienzos de siglo XX, pero vivas y en movimiento, llenas de detalles y matices que nos descubren cosas que nadie hasta él había constatado, a excepción quizá de Benito Pérez Galdós. Eran los tiempos de mayor pobreza y barrios míseros, casi infernales, que él observó en sus frecuentes paseos por la ciudad recóndita. Muchos leerán las citas entresacadas sin apenas atención; otros en cambio puede que descubran matices que ignoraban o que no pensaban encontrar. Por eso no está de más dejar al margen el relato de las miserias sociales de Madrid, la deprimente vida de pensiones y pupilajes, los vendedores del Rastro y hurgar en busca del alma de la ciudad tal cual era hacia 1900, a los ojos de un joven escritor vasco de 32 años, afanado por aquel entonces en no perder ripio de Madrid.

La Busca de Pío Baroja, 1904

«En los escaparates y en los balcones de las casas iban brillando luces; llegaban los tranvías suavemente, como si fueran barcos, con sus faroles amarillos, verdes y rojos; sonaban sus timbres, y corrían por la Puerta del Sol, trazando elegantes círculos. Cruzaban coches, caballos, carros; gritaban los vendedores ambulantes en las aceras, había una baraúnda ensordecedora… Al final de una calle, sobre el resplandor cobrizo del crepúsculo, se recortaba la silueta aguda de un campanario. (…)

Estaban asfaltando un trozo de la Puerta del Sol; diez o doce hornillos, puestos en hilera, vomitaban por sus chimeneas un humo espeso y acre. Todavía las luces blancas de los arcos voltaicos no había iluminado la plaza; las siluetas de unos cuantos hombres que removían la masa de asfalto en las calderas con largos palos, se agitaban diabólicamente ante las bocas inflamadas de los hornillos. (…)

Alboreaba la mañana, ya no llovía; el cielo, aún oscuro, se llenaba de nubes negruzcas. Por encima de un seto de evónimos brillaba una estrella, en medio de la pálida franja del horizonte, y sobre aquella claridad de ópalo se destacaban entrecruzadas las ramas de los árboles, todavía sin hojas. Se oían silbidos de las locomotoras en la estación próxima; hacia Carabanchel palidecían las luces de los faroles en el campo oscuro entrevisto a la vaga luminosidad del día naciente los ejércitos de chimeneas, todo envuelto en la atmósfera húmeda, fría y triste de la mañana, bajo un cielo bajo de color de cinc. Fuera del pueblo, a lo lejos, se extendía la llanura madrileña en suaves ondulaciones, por donde nadaban las neblinas del amanecer. Serpenteaba el Manzanares, estrecho como un hilo de plata; se acercaba al cerrillo de los Ángeles, cruzando campos yermos y barriadas humildes, para curvarse después y perderse en el horizonte gris. Por encima de Madrid, el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con las crestas blanqueadas por la nieve. (…)

Asfaltado-inmediaciones-Puerta-del-Sol

Se veía Madrid en alto, con su caserío alargado y plano, sobre la arboleda del Canal. A la luz roja del sol poniente brillaban las ventanas con resplandor de brasa; destacábanse muy cerca, debajo de San Francisco el Grande, los rojos depósitos de la fábrica del gas, con sus altos soportes, entre escombreras negruzcas; del centro de la ciudad brotaban torrecillas de poca altura y chimeneas que vomitaban, en borbotones negros, columnas de humo inmovilizadas en el aire tranquilo. A un lado se erguía el observatorio, sobre un cerrillo, centelleando el sol en sus ventanas; al otro, el Guadarrama, azul, con sus crestas blancas, se recortaba en el cielo limpio y transparente, surcado por nubes rojas. (…)

Puerta-del-Sol-en-1904

En el cielo, ya despejado, nadaban nubes oscuras, blancas en los bordes, como montañas coronadas de nieve; a impulsos del viento corrían y desplegaban sus alas; el sol claro alumbraba con rayos de oro el campo, resplandeciente en las nubes, las enrojecía como brasas; algunos celajes corrían por el espacio, blancos jirones de espuma. Aún no manchaba la hierba verde las lomas y las hondonadas de los alrededores madrileños; los árboles del Campo del Moro aparecían rojizos, esqueléticos, entre el follaje de los de hoja perenne; humaredas negruzcas salían rasando la tierra para ser pronto barridas por el viento. Al paso de las nubes la llanura cambiaba de color; era sucesivamente morada, plomiza, amarilla, de cobre; la carretera de Extremadura trazaba una línea quebrada, con sus dos filas de casas grises y sucias. Aquel severo, aquel triste paisaje de los alrededores madrileños con su hosquedad torva y fría le llegaba a Manuel al alma. (…)

Desde allá surgía Madrid, muy llano, bajo el horizonte gris, por entre la gasa del aire polvoriento. El cauce ancho del Manzanares, de color de ocre, aparecía surcado por alguno que otro hilillo de agua negra. El Guadarrama destacaba de un modo confuso la línea de sus crestas en el aire empañado. (…)

El madrileño que alguna vez, por casualidad, se encuentra en los barrios pobres próximos al Manzanares, hállase sorprendido ante el espectáculo de miseria y sordidez, de tristeza e incultura que ofrecen las afueras de Madrid con sus rondas miserables, llenas de polvo en verano y de lodo en invierno. La corte es ciudad de contrastes; presenta luz fuerte al lado de sombra oscura; vida refinada, casi europea, en el centro, vida africana, de aduar, en los suburbios. (…)

Se veía Madrid envuelto en una nube de polvo, con sus casas amarillentas. Las altas vidrieras relucían a la luz del sol poniente. Del paseo del Canal, atravesando un campo de rastrojo, entraron todos por una callejuela en la plaza de las Peñuelas; luego, por otra calle en cuesta, subieron al paseo de las Acacias. (…)

Cruzaron la plaza de Oriente, y por el Viaducto, y luego por la calle del Rosario, siguiendo a lo largo de la pared de un cuartel, llegaron a unas alturas a cuyo pie pasaba la ronda de Segovia. Veíase desde allá arriba el campo amarillento que se extendía hasta Getafe y Villaverde, y los cementerios de San Isidro con sus tapias grises y sus cipreses negros. (…) »

Madrid desde San Isidro 1905

El paisaje exacto del Madrid que había contemplado muchas veces Pío Baroja. Al pie de la foto, la fiesta del santo patrón en la famosa pradera aledaña al Manzanares, hoy desaparecida enteramente al haberse alzado urbanizaciones y estadios. Era el mismo paisaje que había contemplado Francisco de Goya, inamovible desde entonces hasta casi mediados del siglo XX.

Fuente: Carlos Viñas-Valle en madridafondo.blogspot.com

También podría interesarte