El significado social de la salud de los hombres gais

La viruela del mono ha servido para, de nuevo, estigmatizar al colectivo gay en vez de poner el foco en los medios de transmisión. Eso a pesar de que este tipo de control no demuestra ser más eficaz en el control del virus.

Al mismo tiempo que en mayo de este año se contabilizaban los primeros casos de viruela del mono en Euskadi, España y otros países europeos, comenzó la desinformación, el alarmismo y el señalamiento. Como si no hubiéramos aprendido nada con otras pandemias o epidemias anteriores. Como si la experiencia acumulada en 40 años con el VIH por entidades sociales, autoridades médicas e instituciones no estuviera ahí. O, de un modo más general, como si la pandemia por la Covid-19 no la tuviéramos reciente o los determinantes sociales de la salud no existieran.

Tenemos que partir de la base de que las enfermedades no son significantes neutros, al contrario, están cargadas de significados sociales que responden a las creencias y normas del momento. Y en este sentido, en no pocas ocasiones son utilizadas para sancionar y disciplinar las conductas o a los grupos que no se ajustan a ellas. Puede parecer un exceso foucaultiano seguir vinculando dinámicas de control social con medicina o religión, pero por el momento es la mejor explicación que conozco.

Cuando en 1981 se aíslan los primeros casos de personas con sida, las autoridades estadounidenses lo calificaron como el cáncer gay o “la revancha de la naturaleza contra la homosexualidad”, y algunos pastores religiosos la veían como un “castigo de dios”. Estas declaraciones no demostraban ninguna preocupación por la salud de las personas si no que señalaban otra cosa: preocupación por el desafío y la amenaza que la homosexualidad (entendida de forma extensiva a toda la comunidad LGTBI) representaba para las normas sociales heteropatriarcales.

Este verano, en plena expansión de la viruela símica, cuando la OMS exhortaba a los gais a reducir la “cantidad de parejas sexuales”, reproducía de forma más amable un esquema parecido. En el fondo, en esa indicación se condensan una serie de operaciones políticas con importantes consecuencias. Y, sobre todo, como máxima autoridad, la institución de referencia validó que muchos medios de comunicación pudieran publicar, durante semanas y meses, noticias y titulares que, además de sensacionalistas, reproducían de forma muy eficaz y cotidiana un marco profundamente estigmatizador.

Se identificaba como riesgo a un grupo social, no una vía de transmisión de la enfermedad. Se generalizaba sobre un grupo social como si todos sus individuos actuaran del mismo modo en todo momento y circunstancia. Se estereotipaba la forma de ser de ese grupo identificándola como promiscua. Se valoraba a través de un juicio subjetivo —¿a partir de qué número de parejas sexuales una persona es promiscua? — y de tipo moral —¿quién lo decide y con base en qué?—. Y, sobre todo, se dejaba claro que contraer o no la infección es nuestra responsabilidad. En resumen, dicho en román paladino, los gais enfermamos porque somos promiscuos por naturaleza y culpables de poner en riesgo la salud de las personas de bien.

Muchas personas de la comunidad LGTBI este verano cruzábamos mensajes y hablábamos con temor —sí, con temor— sobre la viruela del mono, sobre cómo se transmitía o si conocíamos a alguien cercano que la había pasado. No pocas de las personas que la pasaban lo hacían en silencio, invisibilizadas y con sentimiento de culpa. Y, mientras tanto, el resto competíamos por acceder a las pocas vacunas que estaban disponibles. Como ya ocurrió con el VIH y a la vista de los datos de este verano con la viruela, inducir estas dinámicas sociales no es eficaz en el control de ninguna enfermedad ni en cuidar la salud (también mental) de las personas.

Puede parecer algo que pasó y ya está, pero la realidad es que revivió el trauma del VIH y del sida, que reactivó discursos morales e higienistas sobre nuestras sexualidades y vidas y reafirmó todos los prejuicios sobre nuestra comunidad. No podemos desconocer las consecuencias que todo esto tiene en forma de bulos, exclusión y discriminación.

Aún hoy, fijándonos en el VIH, hay un 19,3 por ciento que lo relaciona con colectivos y no solo con prácticas de riesgo; un 21,3 por ciento que cree que lo transmiten los mosquitos; un 32 por ciento que cambiaría a su hijo de centro si un compañero fuese seropositivo y, esto es lo más importante, la mitad nunca tendría algo más que una simple amistad.

Cuando se focaliza en colectivos y no en vías de transmisión, se abona el terreno a los bulos. Cuando se estigmatiza colectivos, surge el rechazo aunque no haya ningún riesgo para la salud.

De todos modos, también hay que señalar los avances. La indicación de la OMS fue contestada no solo por los movimientos LGTBI, también por amplios sectores sociales. Hubo actuaciones de sistemas de salud, como Osakidetza, que en ningún momento reprodujeron esos esquemas. Y la investigación científica ha permitido, al menos por el momento, controlar la expansión del virus y sus consecuencias a través de la vacunación.

Una vez más, lo accesorio ha sido el cuidado de la salud de las personas LGTBI, lo relevante, de nuevo, ha sido el significado social de nuestra sexualidad en relación con los juicios morales. En buena medida, se ha reproducido en 2022 con la viruela del mono lo que se construyó con el VIH: un éxito médico pero un fracaso social.

Fuente: Sergio Campo en pikaramagazine.com
Ilustración: Belial Naranjo Martín

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