Open Arms: el barco de la dignidad

En cada misión del Open Arms se concentran tantos dramas como personas a bordo de los 140 metros cuadrados que tiene su cubierta

(A bordo del Open Arms) // Después de ser rescatado junto a otras 96 personas de una barcaza sobrecargada y perdida en la inmensidad del mar el 29 de marzo, llegó a la cubierta del Open Arms tras dos interminables días de navegación que a unos les sabía a odisea pero a otros, a alivio. El cuerpo de Abu Baqr, delgado como un suspiro pero tan alto que destacaba sobre las cabezas de sus compañeros, no temblaba de frío ni de miedo. Solo el equipo médico de la ONG lo supo cuando, tras cubrirle con una manta que no abandonaría el resto de la travesía, le reconoció en la enfermería. Se negaba a ingerir el arroz con verduras del rancho, pero no era porque la experiencia le hubiese quitado el apetito, como les pasaba a muchas de las 219 personas rescatadas que se refugiaron en el barco. Las manchas de sangre reseca en su pantalón presagiaban algo peor.

No puedo ingerir sólidos porque mi cuerpo no los puede expulsar”, explicó a la doctora italiana de la ONG Emergency, Chiara Lazzari, a bordo del Open Arms. “En Libia me violaron con un bastón de madera, y aún me cuesta sentarme”, dijo dejando a Lazzari y a la enfermera, Caterina Volpi, sin habla. “Pero ¿cuántos años tienes?”, le preguntó la médica. “Dieciocho”, contestó Abu Baqr. “Tengo un hijo de tu edad”, respondió ella conteniendo las lágrimas de indignación que le subían por la garganta. “Ya mamma”, murmuró el muchacho, que ya no dejaría de llamarla “mamá” en toda la travesía.

En cada misión del Open Arms se concentran tantos dramas como personas a bordo de los 140 metros cuadrados que tiene su cubierta, y el de Abu Baqr Ahmad al Taib simboliza muchos de ellos. Unas semanas antes había escapado de Sudán atravesando el Chad rumbo a Libia, huyendo de la impunidad de las bandas que controlan su región natal. “En Sudán no hay libertad, allí solo nos esperan las torturas y los abusos. Yo quería vivir una vida digna y la persecución allí es constante, porque las mafias controlan nuestras vidas. Psicológicamente, me sentía mal. Quiero disfrutar de dignidad y de libertad, y decidí escapar de mi país. Por eso vine a Libia, porque hay costa y desde aquí puedo llegar a Europa, aunque sabía que en la huida hay tantas posibilidades de vivir como de morir”, explicaba el joven mientras la doctora le preparaba una papilla de galletas con la que pudiera subsistir.

El mes que duró su viaje se reduce en su memoria a las dos últimas semanas, cuando al llegar a Sabha dos personas a bordo de un coche lo detuvieron y lo introdujeron en el vehículo. “Me pidieron 2.000 dinares libios [unos 375 euros] a cambio de sacarme de Libia, y yo accedí, pero era mentira. Cogieron el dinero, me ataron y me llevaron a Bin Waleed [infame por sus campos de detención y tortura] donde me metieron en una celda como esta habitación con otras 27 personas”, dice refiriéndose a la estancia de 16 metros cuadrados donde tiene lugar la entrevista.

(A bordo del Open Arms) // Después de ser rescatado junto a otras 96 personas de una barcaza sobrecargada y perdida en la inmensidad del mar el 29 de marzo, llegó a la cubierta del Open Arms tras dos interminables días de navegación que a unos les sabía a odisea pero a otros, a alivio. El cuerpo de Abu Baqr, delgado como un suspiro pero tan alto que destacaba sobre las cabezas de sus compañeros, no temblaba de frío ni de miedo. Solo el equipo médico de la ONG lo supo cuando, tras cubrirle con una manta que no abandonaría el resto de la travesía, le reconoció en la enfermería. Se negaba a ingerir el arroz con verduras del rancho, pero no era porque la experiencia le hubiese quitado el apetito, como les pasaba a muchas de las 219 personas rescatadas que se refugiaron en el barco. Las manchas de sangre reseca en su pantalón presagiaban algo peor.

No puedo ingerir sólidos porque mi cuerpo no los puede expulsar”, explicó a la doctora italiana de la ONG Emergency, Chiara Lazzari, a bordo del Open Arms. “En Libia me violaron con un bastón de madera, y aún me cuesta sentarme”, dijo dejando a Lazzari y a la enfermera, Caterina Volpi, sin habla. “Pero ¿cuántos años tienes?”, le preguntó la médica. “Dieciocho”, contestó Abu Baqr. “Tengo un hijo de tu edad”, respondió ella conteniendo las lágrimas de indignación que le subían por la garganta. “Ya mamma”, murmuró el muchacho, que ya no dejaría de llamarla “mamá” en toda la travesía.

En cada misión del Open Arms se concentran tantos dramas como personas a bordo de los 140 metros cuadrados que tiene su cubierta, y el de Abu Baqr Ahmad al Taib simboliza muchos de ellos. Unas semanas antes había escapado de Sudán atravesando el Chad rumbo a Libia, huyendo de la impunidad de las bandas que controlan su región natal. “En Sudán no hay libertad, allí solo nos esperan las torturas y los abusos. Yo quería vivir una vida digna y la persecución allí es constante, porque las mafias controlan nuestras vidas. Psicológicamente, me sentía mal. Quiero disfrutar de dignidad y de libertad, y decidí escapar de mi país. Por eso vine a Libia, porque hay costa y desde aquí puedo llegar a Europa, aunque sabía que en la huida hay tantas posibilidades de vivir como de morir”, explicaba el joven mientras la doctora le preparaba una papilla de galletas con la que pudiera subsistir.

El mes que duró su viaje se reduce en su memoria a las dos últimas semanas, cuando al llegar a Sabha dos personas a bordo de un coche lo detuvieron y lo introdujeron en el vehículo. “Me pidieron 2.000 dinares libios [unos 375 euros] a cambio de sacarme de Libia, y yo accedí, pero era mentira. Cogieron el dinero, me ataron y me llevaron a Bin Waleed [infame por sus campos de detención y tortura] donde me metieron en una celda como esta habitación con otras 27 personas”, dice refiriéndose a la estancia de 16 metros cuadrados donde tiene lugar la entrevista.

(A bordo del Open Arms) // Después de ser rescatado junto a otras 96 personas de una barcaza sobrecargada y perdida en la inmensidad del mar el 29 de marzo, llegó a la cubierta del Open Arms tras dos interminables días de navegación que a unos les sabía a odisea pero a otros, a alivio. El cuerpo de Abu Baqr, delgado como un suspiro pero tan alto que destacaba sobre las cabezas de sus compañeros, no temblaba de frío ni de miedo. Solo el equipo médico de la ONG lo supo cuando, tras cubrirle con una manta que no abandonaría el resto de la travesía, le reconoció en la enfermería. Se negaba a ingerir el arroz con verduras del rancho, pero no era porque la experiencia le hubiese quitado el apetito, como les pasaba a muchas de las 219 personas rescatadas que se refugiaron en el barco. Las manchas de sangre reseca en su pantalón presagiaban algo peor.

No puedo ingerir sólidos porque mi cuerpo no los puede expulsar”, explicó a la doctora italiana de la ONG Emergency, Chiara Lazzari, a bordo del Open Arms. “En Libia me violaron con un bastón de madera, y aún me cuesta sentarme”, dijo dejando a Lazzari y a la enfermera, Caterina Volpi, sin habla. “Pero ¿cuántos años tienes?”, le preguntó la médica. “Dieciocho”, contestó Abu Baqr. “Tengo un hijo de tu edad”, respondió ella conteniendo las lágrimas de indignación que le subían por la garganta. “Ya mamma”, murmuró el muchacho, que ya no dejaría de llamarla “mamá” en toda la travesía.

En cada misión del Open Arms se concentran tantos dramas como personas a bordo de los 140 metros cuadrados que tiene su cubierta, y el de Abu Baqr Ahmad al Taib simboliza muchos de ellos. Unas semanas antes había escapado de Sudán atravesando el Chad rumbo a Libia, huyendo de la impunidad de las bandas que controlan su región natal. “En Sudán no hay libertad, allí solo nos esperan las torturas y los abusos. Yo quería vivir una vida digna y la persecución allí es constante, porque las mafias controlan nuestras vidas. Psicológicamente, me sentía mal. Quiero disfrutar de dignidad y de libertad, y decidí escapar de mi país. Por eso vine a Libia, porque hay costa y desde aquí puedo llegar a Europa, aunque sabía que en la huida hay tantas posibilidades de vivir como de morir”, explicaba el joven mientras la doctora le preparaba una papilla de galletas con la que pudiera subsistir.

El mes que duró su viaje se reduce en su memoria a las dos últimas semanas, cuando al llegar a Sabha dos personas a bordo de un coche lo detuvieron y lo introdujeron en el vehículo. “Me pidieron 2.000 dinares libios [unos 375 euros] a cambio de sacarme de Libia, y yo accedí, pero era mentira. Cogieron el dinero, me ataron y me llevaron a Bin Waleed [infame por sus campos de detención y tortura] donde me metieron en una celda como esta habitación con otras 27 personas”, dice refiriéndose a la estancia de 16 metros cuadrados donde tiene lugar la entrevista.

(A bordo del Open Arms) // Después de ser rescatado junto a otras 96 personas de una barcaza sobrecargada y perdida en la inmensidad del mar el 29 de marzo, llegó a la cubierta del Open Arms tras dos interminables días de navegación que a unos les sabía a odisea pero a otros, a alivio. El cuerpo de Abu Baqr, delgado como un suspiro pero tan alto que destacaba sobre las cabezas de sus compañeros, no temblaba de frío ni de miedo. Solo el equipo médico de la ONG lo supo cuando, tras cubrirle con una manta que no abandonaría el resto de la travesía, le reconoció en la enfermería. Se negaba a ingerir el arroz con verduras del rancho, pero no era porque la experiencia le hubiese quitado el apetito, como les pasaba a muchas de las 219 personas rescatadas que se refugiaron en el barco. Las manchas de sangre reseca en su pantalón presagiaban algo peor.

No puedo ingerir sólidos porque mi cuerpo no los puede expulsar”, explicó a la doctora italiana de la ONG Emergency, Chiara Lazzari, a bordo del Open Arms. “En Libia me violaron con un bastón de madera, y aún me cuesta sentarme”, dijo dejando a Lazzari y a la enfermera, Caterina Volpi, sin habla. “Pero ¿cuántos años tienes?”, le preguntó la médica. “Dieciocho”, contestó Abu Baqr. “Tengo un hijo de tu edad”, respondió ella conteniendo las lágrimas de indignación que le subían por la garganta. “Ya mamma”, murmuró el muchacho, que ya no dejaría de llamarla “mamá” en toda la travesía.

En cada misión del Open Arms se concentran tantos dramas como personas a bordo de los 140 metros cuadrados que tiene su cubierta, y el de Abu Baqr Ahmad al Taib simboliza muchos de ellos. Unas semanas antes había escapado de Sudán atravesando el Chad rumbo a Libia, huyendo de la impunidad de las bandas que controlan su región natal. “En Sudán no hay libertad, allí solo nos esperan las torturas y los abusos. Yo quería vivir una vida digna y la persecución allí es constante, porque las mafias controlan nuestras vidas. Psicológicamente, me sentía mal. Quiero disfrutar de dignidad y de libertad, y decidí escapar de mi país. Por eso vine a Libia, porque hay costa y desde aquí puedo llegar a Europa, aunque sabía que en la huida hay tantas posibilidades de vivir como de morir”, explicaba el joven mientras la doctora le preparaba una papilla de galletas con la que pudiera subsistir.

El mes que duró su viaje se reduce en su memoria a las dos últimas semanas, cuando al llegar a Sabha dos personas a bordo de un coche lo detuvieron y lo introdujeron en el vehículo. “Me pidieron 2.000 dinares libios [unos 375 euros] a cambio de sacarme de Libia, y yo accedí, pero era mentira. Cogieron el dinero, me ataron y me llevaron a Bin Waleed [infame por sus campos de detención y tortura] donde me metieron en una celda como esta habitación con otras 27 personas”, dice refiriéndose a la estancia de 16 metros cuadrados donde tiene lugar la entrevista.

Fuente: Mónica G. Prieto en lamarea.com

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